Antonio Guerra, periodista y
médico, catedrático de francés al tiempo que escritor,
repasa con ironía la sociología inmutable de la Sevilla
del tardofranquismo, perpetuada aún en usos y costumbres
vigentes
Carlos
Mármol | diario de sevilla 27.03.2010
Interior tarde. El periodista baja a
recibir al periodista con una sonrisa. Día ventoso. La
visita tiene algo de retorno al origen. La existencia,
se sabe, es cíclica. El periodismo
también.
-¿Alguien que en Sevilla decide decir lo
que piensa es impertinente, inconsciente o alguien
sincero?
-En
Sevilla, concretamente, es un suicida.
Tiene dos opciones: o se va o se queda en
silencio. Siempre se habla de los silencios de la
Maestranza, pero hay otros mucho más graves. La
capacidad de Sevilla para silenciar a la gente es
impresionante. Se pasa del homenaje, del exordio y
del elogio a esos silencios lejanos que sientes, si has
caído del podio, cuando llegas a sitios importantes.
Aquí hay que estar siempre con la ciudad, por
supuesto manteniendo todos esos ritos creados y teniendo
mucho cuidado. Si no, ya sabes: no te van a arrastrar,
pero se van a encargar de que te
olviden.
-Usted empezó a percibir cómo eran las
cosas muy pronto, ¿no?
-Yo empecé de periodista muy joven,
mientras estaba en la facultad de Medicina. Llevé
durante meses los artículos de Romero Murube, escritos a
mano, a la antigua redacción de El Correo. Murube era un
señorito más, las cosas como son, lo que pasa es que era
un señorito que sabía poner las palabras en su sitio. Al
principio me trató con esa distancia que tanto se estila
por aquí. Creería que era un ordenanza. Javierre me
mandaba porque a Murube le gustaba una sección -El
diablo cojuelo- que yo escribía con el seudónimo de
Bellum. Firmaba así porque nos perseguían por no tener
el carné de prensa. El día que se enteró de que yo era
Bellum su trato cambió. En su Discurso de la
Mentira él dice que aunque Sevilla parezca alegre
desde fuera lo que tiene no es alegría, sino "la suprema
elegancia de callar su dolor". "Mire usted, don
Joaquín", le respondí, "no estoy de acuerdo. Sevilla lo
que tiene es gran capacidad para el olvido". Me dijo:
"Joder, con el Bellum". Para mí esto sigue siendo
verdad. Ninguna ciudad puede estar continuamente
alegre. Cuando de verdad se conoce a Sevilla se ve que
esto no es así. El primero que lo distingue es Rubén
Darío. "¿Cómo puede ser la ciudad más alegre del mundo
si lo que la caracteriza es el flamenco, tan triste?".
Si Sevilla fuera tan virtuosa no se hubiesen
producido tantos autoexilios. Blanco White no
hubiese salido por piernas. Ni Cernuda, que murió
amargado en México. Ni Antonio Machado, que se va de
Sevilla con nueve años y la machaca con sólo tres
versos: "Sevilla/sin sevillanos/ qué maravilla". Nos
dejó a don Guido para que veamos cómo somos. Esta
ciudad lo que tiene es una capacidad para la venganza
que yo no he conocido en ningún otro sitio. Aquí hay que
ser muy ortodoxo con las cofradías, con la Sevilla que
siempre fue, y con esas cincuenta familias que había y
que, cuando llegó la democracia, todo el mundo creía que
por fin se acabarían. No fue así. Lo que se produjo fue
una alianza.
-¿Cómo se puede ser uno mismo en este
endiablado contexto?
-Quien
se atreva a ser uno mismo, va dado. Lo digo
por experiencia. Yo fui periodista en contra de mi
familia. Me decían que primero había que tener un
oficio. Los periodistas eran todos sobrecogedores
[o sea, “cogedores de sobre”, corruptos]. Yo me enfrenté
a mi familia porque fui un periodista vocacional. Cuando
empezaron los problemas me dije: "¿Cuál es mi pecado?
Hice artículos críticos porque, ingenuamente, creí
que desde la prensa se podía mejorar la ciudad. Me
lo pagaron con una persecución terrible. Me echaron del
periódico. Javierre creía haber convencido a las
cincuenta familias. Era mentira. Nunca las convenció.
Ellos querían un periódico, pero no un periódico de
rojos. Entonces todavía hablaban así. Comprendí de golpe
todo: a Machado, a Cernuda, a Blanco White. Incluso al
cura [Javierre]. A todos les pasó igual. Si yo quería
seguir aquí, donde estaban mis hijos, tenía que cuidar
lo que decía y hacía. La ciudad te marca y te dicta.
Dios te libre sobre todo de hacer crítica
transparente y verdadera, con datos. Mientras más
datos tengas más grande será tu catástrofe. Es una
ciudad que se niega con violencia a que se critique su
enorme ombliguismo. Que tiene un narcisismo enfermizo.
Ninguna ciudad del mundo tiene dos tipos de
creyentes: los cofrades y los normales. Ser cofrade es
una cosa y ser cristiano normal otra
distinta.
-¿Sevilla, entonces, construye y perpetúa
su propia ficción?
-Exactamente. Pero la pregunta de fondo es:
¿Quién ha construido ese mito? ¿Por qué no se quiere
que caiga? Es la pregunta que yo me hacía. Cuando
ellos se dan cuenta de que te estás preguntando esto...
que Dios te libre. Te dirán: "Tenga usted cuidado".
Esta actitud es uno de los principales inconvenientes
para el progreso. La Feria, sin alcohol, se queda en lo
que se estudia en algunas universidades extranjeras: un
modelo de sectarismo. Conozco guías inglesas que
advierten que no se debe ir a la Feria sin
contactos porque uno se convierte en el ser
más desgraciado del mundo, vagando por el ferial sin
saber qué hacer. Muestra muy bien cuál es el trasfondo
del mito de la ciudad.
-¿No es un mito con cimientos muy débiles
si se tambalea sólo porque alguien manifieste su
opinión?
-Algo que perdura tanto en el tiempo no
puede ser débil. Las cincuenta familias nunca han
dejado de estar. La democracia parecía capaz de cambiar
las cosas pero con la izquierda las cincuentas familias
no sólo no cayeron, sino que continúan. Se produjo una
subterránea alianza porque quienes llegaron a la
política lo que querían, en el fondo, es ser como
ellas. No con su finura y educación, claro. El poder
político se ha cuidado mucho de no herir desde entonces
sus intereses intelectuales y materiales. Por ser justos
diría que, si no se han hecho más fuertes en este
tiempo, sí que han mantenido su statu quo con ventajas
más que notables.
-¿Ahora en lugar de 50 son
75?
-Bueno, son los añadidos, que se llaman.
Los señoritos de la política, que aún no saben serlo.
Eso tarda siglos, generaciones, en adquirirse. No puede
improvisarse en treinta años de gobierno. El pelo de la
dehesa se les nota a todos. Los señoritos de siempre
siguen teniendo sus líneas de influencia. Son enormes.
No se las quita nadie.
-¿Por qué se produce esa
alianza?
-Habría
que preguntárselo a los políticos que pervirtieron una
idea que, sin tener que hacer daño, debía de haber
cambiado la sociedad. No supieron defender la dignidad
de lo que pregonaban. ¿Qué era lo más cómodo? No asustar
a los poderosos. Eso hicieron. Yo no
digo que, como los anarquistas, haya que quemar las
iglesias. No. Es otra cosa. Pero lo cierto es que la
izquierda se asustó y puso, por encima de su ideología,
la necesidad de mantenerse en el poder. Temían que
les pasara como a aquellos alcaldes que caían en el
Labradores o en Pineda. Optaron por pactar traicionando
sus propios principios. Ya no hay ideología que
valga. Después dijeron que los poderosos se habían
hecho socialistas. Menudo cuento macabeo. Lo que pasa es
que en treinta años no han sido capaces de hacer
una transformación real.
-¿Cómo era la ciudad en la que empezó
como periodista?
-Yo estaba destinado a ser médico, que es
lo que fui después. Llegué al periodismo con mucha
ilusión. Estaba en una ciudad a la que quería y a la que
quiero. No había democracia y creí que el periodismo
permitiría evitar ciertas barbaridades. Hice muchos
años información municipal. Mi primer mal trago
consistió en que un día un ujier del Ayuntamiento me
dijo que tenía que ir con urgencia a la caja municipal
para firmar un recibí. Era un sueldo para todos los
periodistas que llamaban la gratificación. Me quedé
blanco cuando me contaron la historia. Yo cobraba, poco,
pero del periódico. Dije que no la quería. El
funcionario dijo: "Cómo va a ser, pues entonces ¿qué
hago yo con esta partida?".
-Técnicamente era una
partida.
-Claro. Les dije que sólo cobraría del
periódico. Y me decían: "Hombre, no vaya usted a pensar
nada malo, es para cubrir sus gastos". Como no cedí
me llamó directamente Juan Fernández, el alcalde.
Como era el periodista más crítico me citó en el
despacho. El hombre me dio una novena sobre la partida.
Me habló de los taxis, del sacrificio del oficio...
No quise coger el dinero y no reaccionó bien: "Tendrá
usted que arreglar esto con su director: aquí los
informadores tienen que recibir la partida para que no
tengamos cargo de conciencia". Me hablaba de la
conciencia... La conciencia del periodista es la
independencia.
-Mala entrada ¿no?
-El segundo problema vino cuando publiqué
lo del monumento que le iban a hacer a Queipo de Llano,
con caballo y todo. Se hizo una suscripción popular, se
recogió el dinero y descubrí que había un enorme desfase
presupuestario. Lo conté en mi gacetilla. Aquello
provocó pánico: la Hermandad de Alféreces Provisionales
le pidió de inmediato mi cabeza en una cena a
Javierre.
-La costumbre en el tardofranquismo era
matar profesionalmente a los periodistas en cenas
¿no?
-Eso es
casi un deporte sevillano. Una tradición. Además, saben
que lo consiguen. El
monumento nunca se puso. Se guardó en un almacén. La
cosa llegó hasta Madrid. El Alcázar me dedicó páginas
enteras con insultos. Las cincuenta familias, claro,
estaban en lo del monumento. Decidieron que tenían
que quitarme de en medio. Ya le ocurrió a otro compañero
que le hizo una entrevista a García Calvo en la que éste
habló de la Virgen. El alcalde, Moreno de la Cova,
mandó una carta de queja. Echaron al director, Rafael
González. Después, a mí. Todo se agrió. La propia
hermana de Moreno de la Cova llamaba a los periodistas
que criticaban a su hermano.
-Llegaron a meterle en la
cárcel.
-Fue por
un reportaje sobre dos niños que murieron en la
carretera, en una barriada de Dos Hermanas. Dije en mi
crónica que aquella gente no tenía un cauce para
manifestar sus problemas. Aquello
le sentó mal al gobernador civil que hubo después de
Utrera Molina -porque Utrera era otra cosa, dejaba
hacer- y me mandó al calabozo durante tres días. Para
colmo fue el día de San Francisco Javier, patrón de los
periodistas. Tiene cojones, la cosa. Afortunadamente me
tocó un juez razonable. Pero fue un calvario: ya no
era sólo la dictadura, sino las cincuenta familias y
todos los que, sin ser de ellas, cuando las cosas se
ponían malas miraban para otro lado. No quiero ser
injusto, pero eso es muy propio de Sevilla.
Abunda.
-Se tuvo que ir de la
profesión.
-No tuve
más remedio que refugiarme un tiempo en la enseñanza.
Saqué la cátedra de francés de instituto. Mis hijos no
tenían que pagar mi forma de entender el
oficio. No
culpo al periodismo de lo que pasó. Conocí bien las
entretelas de Sevilla. Lo que más me decepciona es que
esta ciudad no merece periodistas así porque terminan
mal. Sólo cabe hacer la terapia del silencio.
Gracias a Dios me llegaron ofertas de otros sitios:
el Grupo 16, el Diario de Barcelona. Terminé mi
trayectoria en el Abc de Sevilla. La solidaridad
profesional todavía existía. A mi juicio en el Tribunal
de Orden Público fueron 350
periodistas.
-¿Irían tantos hoy?
-Me temo que no. Si algo ha ocurrido en
España es que la izquierda ha diluido estos gestos de
solidaridad. Con la democracia algunos creen que no
son necesarios. Somos menos libres. Nos hemos dejado
manipular. Se nos dice que podemos ser críticos si
estamos contra la dictadura, pero no en democracia. Y la
democracia, lo dijo Churchill, sólo es un mal menor.
El sistema es menos malo, pero eso no quiere decir que
el poder tenga razón. Hoy es mucho más difícil ser
periodista.
-¿Para ser buen periodista en Sevilla le
tienen a uno que gustar los toros y la Semana
Santa?
-Si en esta ciudad un periodista tiene
la etiqueta de costumbrista lleva ganado el 90% de su
subsistencia. Nunca verás que cae un periodista
costumbrista. Si ha escrito del Gran Poder y de la
Duquesa tendrá garantizado el porvenir. Ahora, el que
quiera contar la ciudad que está oculta tendrá siempre
la desgracia de que le digan: "No eres de los nuestros".
Y todo el mundo se callará. Sigo viendo las mismas
estampas de entonces. Es una sociología inmutable
con caladeros importantes: todos los estamentos tienen
como denominador común las hermandades. Quien mejor
define a esta Sevilla es Santa Teresa. Tanta amargura
tenía de su paso por la ciudad que no quiso llevarse de
Sevilla ni el polvo. Decía: "Las injusticias, la
poca verdad, las dobleces de Sevilla". No pudo abrir
uno de sus conventos sólo porque no era de aquí. El
sevillano, lo dijo Unamuno, es fino y frío. Alguien que
te atiborra de jamón y, cuando has caído, huye de tu
lado. Como si la desgracia fuera contagiosa. Para mí lo
que cuentan son las personas.
-Primer director de 'El
Socialista'.
-En 1977
me llamó Felipe González y me
dijo: "Guerrilla, el director del periódico vas a ser
tú". Volví al periodismo. Siempre vuelves. Una
etapa espléndida: viví la Transición en Madrid e hicimos
un periódico distinto. Practicamos la libertad. Salvo el
editorial, que se pactaba, en todo lo demás era una
publicación ordinaria nada orgánica. Puse como
condición que nunca haría un periódico de partido.
Abrí las páginas a todas las ideologías. Cuando le
tocó escribir a Emilio Romero o a Areilza en el PSOE
decían que El Socialista era de derechas. Estuve
hasta 1979. Me fui. La corrupción empezó antes de lo que
la gente cree.
-¿Chocó con otras
familias?
-La decepción personal viene cuando te das
cuenta de que son todos iguales. Te vas a tu casa. Pero
en Madrid aprendí algo: allí nunca te preguntan de dónde
vienes, sino adónde quieres ir. En Sevilla es justo al
contrario: sólo importa de dónde eres o dicen: "Tápenle
para que no vaya a ningún lado".
http://www.diariodesevilla.es/article/sevilla/664018/sevilla/no/se/pregunta/adonde/quiere/uno/ir/sino/donde/vienes.html